Queda la Música
Creo que las pocas personas que me leen sabrán ya a estas alturas que soy de Cádiz, una isla en mitad del Atlántico pegada a la tierra por un pequeño istmo, allá en el sur de España. A esa ciudad le debo mucho, o todo. Desde mi educación y mi ingenio, hasta mi imaginación y mi tolerancia, pasando por la persona que más quiero y que comparte mi vida desde hace diecisiete años. Estoy en deuda, como digo, por muchas razones. Entre ellas, una de las más importantes, está la Música.
Cádiz es extraña en muchos aspectos, y cada uno la verá como quiera verla: sucia, portuaria, sublime, aislada, pequeña, pueblerina, ingente, incalculable, soberbia, indefinible, inclasificable (continúen ustedes mismos hasta acabar con los epítetos del diccionario: todos valdrían)… Para mí Cádiz es una sinfonía que nunca deja de sonar. He estado en muchos sitios a lo largo de mi vida, medio planeta bajo mis zapatos, y en todos he descubierto algo por lo que merecía la pena estar allí. Pero en ninguno de ellos he oído la música que oigo en mi tierra, esa tonada extratemporal que puedes escuchar con el tacto, con la vista, con el olfato, con el gusto, con los oídos del alma.
Empecé desde muy pequeño a participar activamente en sus Carnavales, y éstos me enseñaron todo lo que sé sobre la Música. En ellos aprendí los cuatro acordes de guitarra que hay que saber para interpretar un pasodoble o un tanguillo antiguo, para luego proseguir en el estudio hasta aprenden a tocar tan bello instrumento de una forma más que aceptable que me abrió la puerta hacia otras músicas y otros estilos; en los ensayos posteriores también logré hacerme con la bandurria y el laúd, y hasta con el violín, para seguir llenándome de notas y de felicidad. Después, en un salto natural (y dado que nací con oído suficiente como para hacerlo), pasé a las voces, y me vi dirigiendo masas corales de treinta y cinco personas acompañadas por una orquesta de pulso y púa de diez instrumentos. Y, allí estaba yo, sin saber distinguir una fusa de una corchea, sin poder leer un pentagrama, liderando (componiendo, arreglando) a los coros sin vergüenza alguna. Hasta atreverme con una versión del Réquiem de Mozart, ya les digo.
Por eso les contaba que, para mí, Cádiz es Música, es Alma, es Vida, es algo que me ha dado tantas satisfacciones que no tendría tiempo para relatarlas, sobre todo porque no creo que hubiera palabras para hacerlo.
Ayer empezó el Concurso Oficial de Agrupaciones Carnavalescas en el Gran Teatro Falla. Y yo no estoy allí. Estoy, como saben, en la Frontera. Por delante queda casi un mes de escuchar la radio hasta las tantas, de llorar como ninguno de ustedes (salvo que sean exiliados como yo) puede imaginarse cada vez que oigo una letrilla o una música de las que se ensartan en tu corazón igual que una flechas en llamas. Sólo que son lágrimas de sentimiento, ya me entienden, y no de tristeza. Llegó Febrerillo, el Loco, y no son tiempos de angustias ni agonías.
Porque me queda la Música.