Mnemonicus: Polonia antes de la Caída (I)
La primera vez que fui a Polonia yo era un niñato de apenas veinte años, hijo de la cultura del pelotazo (es decir, de los ochenta). Fue antes de la caída del Muro, en los últimos coletazos de un régimen comunista bastante extraño, con los primeros escarceos de Solidaridad, sombras de apertura en el horizonte, etc. Yo me consideraba de izquierdas, y uno de los alicientes que para mí tenía el viaje era precisamente ése: el vivir de cerca la teoría llevada a la práctica.
También fue allí donde descubrí que era un capitalista de mierda.
Recuerdo que el primer shock lo tuve en el aeropuerto de Varsovia. Verán, salimos de Madrid a eso de las diez de la mañana, bajo el sol radiante de un otoño caluroso, sabiendo que teníamos por delante cuatro horas de avión (que resultó ser un Tupolev andrajoso que nos amargó el tránsito y nos hizo recordar viejas oraciones cristianas olvidadas hacía ya mucho tiempo). Sin problemas, éramos jóvenes, y el estado de nervios que teníamos por partir hacia uno de los satélites de la Madre Rusia ni siquiera nos dejaba pensar en lo aburridos, deprimentes, y pesados que pueden llegar a ser doscientos cuarenta minutos sobrevolando las nubes. Llegar, llegamos, evidentemente, pero no estábamos preparados para lo que nos esperaba allí. Al abrirse las puertas y mirar al exterior, comprobamos con asombro (y un poco de miedo) que era noche cerrada. Miramos los cronómetros (yo pensaba en abducciones extraterrestres y esas cosas), comprobamos las horas de varios relojes, y la praxis nos demostró que, efectivamente, eran las dos de la tarde.
Noche cerrada, ¿entienden? Con estrellitas y todo eso.
No nos había dado tiempo aún de absorber aquel extraño fenómeno (fruto de nuestra total adolescentud, claro) cuando empezaron a empujarnos hacia la pasarela de bajada. Allí nos esperaba otra sorpresita: erguidos, uno a cada lado de la escalera, había dos maromos uniformados con una AK47 en bandolera, mirándonos con cara de muy pocos amigos. A la sazón, diré que un par de miembros de la expedición portábamos sustancias no del todo legales, por lo que ambos intercambiamos miradas mientras nuestros testículos buscaban una vía rápida para llegar a la altura del esófago. Para colmo de males, el intérprete oficial del grupo era éste que suscribe. Era yo el que tenía que enfrentarme con aquellos bestias, era yo el encargado de agilizar los trámites de pasaportes y visados, era yo el que tenía que dar la cara. Quién dijo miedo. Ah, la juventud, ese estado de gracia en el que se confunde la valentía con la irresponsabilidad…
El director del grupo me cogió por banda y, a trancas y barrancas, logramos llegar a la terminal en un autobús cuya jubilación no podía quedar muy lejana. Llegar allí fue peor aún: había perros, enormes pastores alemanes tipo películas de nazis que olisqueaban todas las maletas y todos los rincones de aquel vastísimo espacio. Un tipo con cara de ratón resfriado, vestido con su uniforme reglamentario, el jefe de todo aquello, se dirigió hacia nosotros dos con cara de “os-voy-a-pillar-en-lo-que-sea” y nos bombardeó con una cháchara incomprensible (polaco) a velocidad de ametralladora. Manolo sacó el papel que nos había dado la embajada y se lo tendió al buen hombre. Éste lo leyó, lo releyó, escrutó nuestros caretos, y al final sólo dijo una palabra: “Visa”. Sacamos los visados, se los dimos, y yo, con el rabillo, del ojo, veía que uno de aquellos canes mutados se estaba acercando peligrosamente a nuestra posición. Ni corto ni perezoso, le dije a Manolo que iba a ir a buscar a no-sé-quién que hablaba Francés, por si acaso, que yo sólo Inglés y gracias, etc. Así que me escabullí de aquella posición y me dirigí como una locomotora hacia el otro sujeto portador de sustancias no demasiado legales. Al típico estilo gaditano, con monosílabos y gruñidos, ambos acordamos que la solución más oportuna y fiable para el problema era ir cagando leches a los servicios (no pun intended) y deshacernos del material en los urinarios o lo que allí hubiera (la experiencia de nuestro reciente viaje a Italia nos había demostrado que, en cuestión de deposiciones, cada país es un mundo).
Le dijimos a una de las niñas del cuerpo de baile que íbamos a buscar los servicios, y, cuando estábamos a punto de empezar la susodicha búsqueda, una mano repentina y fantasmal se engarfió en mi hombro. Un poco más y me voy de bareta, pero logré atesorar la suficiente frialdad como para volverme y dar de bruces con el tipo que tenía cara de ratón estreñido. Manolo estaba a su lado, sonriendo como siempre. “Explícale al shavea”, me dijo,” que tenemos que pasar las canastas con los trajes y los instrumentos, que me quiere desí argo pero no me entero de ná”. De lo que no se enteraba era de que no nos querían dejar pasar hasta que revisaran una por una todas las piezas de nuestro equipaje, que era mucho. Muchísimo.
El perrazo, a todo esto, volvía hacia nosotros en una de sus perfectas y aleatorias rutas.
Como fuera, miré al jefe de todo aquello (creo que no he comentado que todo el espacio estaba ocupado por clones de los dos tipos que nos habían estado aguardando al pie de las escaleras del avión), y traduje del gaditano al inglés como buenamente pude, tratando de tragarme mi nerviosismo. Quizá eso fue lo que me salvó de acabar en Siberia (en ese momento, queda mucha historia que contar): el hecho de que aquel preboste de pacotilla creyera que mi actitud era fruto de un problema de comunicación. Para mi sorpresa, el tipo negó con la cabeza y me dijo que “nou inglish. German”, a lo que yo contesté que de German tu tía, que yo inglish, y a mucha honra. Empezó una de las conversaciones multilíngües más frikis que yo recuerdo, hasta que la niña que sabía chapurrear el francés se acercó por allí, y, como era muy mona (al igual que el resto del cuerpo de baile menos una), el jefecillo pareció olvidarse de mí (no el perro, que se acercaba sigilosamente como el que no quiere la cosa). Ambos se enzarzaron en una amena charla de monos (más gestos que palabras), y al final el tío comprendió que éramos un grupo de baile, que teníamos que recorrernos el país actuando, y que no podíamos permitirnos el lujo de dejar allí las canastas con toda la parafernalia hasta que sus gorilas clónicos tuviesen a bien emprender la tarea de revisar los malditos baúles.
No sé qué orden ladró a su ejercito de clones, pero el caso es que enseguida tuvimos a dos o tres gorilas puestos en fila a unos metros de donde nos hallábamos (los perros parecían estar cada vez más interesados en nosotros), y unos minutos después otro escuadrón aparecía con las puñeteras canastas y baúles. Las abrieron, empezaron a revolver en su contenido. Las niñas se pusieron histéricas al ver todo el vestuario casi por los suelos. Viendo que el pastor alemán se acercaba peligrosamente, me apresuré a ir hasta nuestras posesiones con cara de enfadado (haciendo el paripé, vamos) e increpar al clon de turno. Cuál no sería mi sorpresa cuando, al llegar hasta la altura del gorila, éste me señala uno de los trajes de faralaes (el de gitana de toda la vida) y me dice, muy bajito: “¿Ispania?” Yo, bastante flipado, asiento con la cabeza. El clon, con el rostro reconvertido en el de un ser humano, sonríe de oreja a oreja y… comienza a silbar la melodía de “Verano Azul”. La tesis de que habíamos sido abducidos cada vez ganaba más peso dentro de mi mente. El momento friki llegó a su paroxismo cuando, habiendo acabado de entonar la cancioncita, el tío empieza a enumerarme todos los personajes, desde Chanquete hasta el Piraña. Yo, a todo esto, me limito a contemplarlo con cara de imbécil total. Quiero escapar, pero el sicario me coge del brazo y… se pone a tararear la sintonía de “Curro Jiménez”. Imploro a Crom, pero, como ya sabemos que suele ocurrir, el muy cabrito pasa de mí.
Pero hete aquí que el alegre silbador no era un clon cualquiera, sino que resultó ser un “algo” que no pude descifrar, llámenlo capitán, o sargento si así les place. El caso es que, sin dejar de sonreír, el tipo le hace una seña al de la cara de ratón resfriado y… ¡voilá! Todo solucionado. De repente, todos nuestros papeles valen, son correctos, y salimos de la lista de extranjeros-sospechosos-que-intentan-entrar-en-nuestro-país-con-vaya-usted-a-saber-qué-intenciones.
Recogieron todo con una celeridad pasmosa, y el jefecillo nos devolvió nuestros papeles con algo parecido a una sonrisa flotando en sus labios, luego se llevó la mano extendida a la sien y desapareció de nuestras vidas por el momento. Salimos de la terminal a pene extraído, arrastrando los baúles y los bártulos, hacia el aparcamiento donde supuestamente nos esperaba un autobús. Que sí, que estaba allí. Mientras ordenábamos las cosas para irlas metiendo en el maletero, Manolo se me acercó y me dijo: “Ojú, picha, no vea tú el canguelo que he tenío ahí dentro. Si llegan a darse cuenta de que una de las canastas está empetada de botellitas de coñá…” Me limité a mirarle, sin atreverme a decir nada, notando que mis testículos, poco a poco, descendían por el camino a casa.
Próximo capítulo: Una noche en el Castillo del Conde Drácula o La Diferencia Existente sobre el Concepto "Hotel" entre las Culturas Polaca y Española.