Una Experiencia Psicotrópica
Ayer por la noche, camino de la madrugada, viví una experiencia psicotrópica y metafísica sin necesidad de acudir a ninguna droga: fue un momento pachanga-fashion-que-te-cagas que casi me hizo dudar de la realidad. Creo que, por un momento, entendí lo que Philip K. Dick quiso decir con aquello de “si se quejan ustedes de este mundo deberían ver algunos de los otros”.
Supongo que sabrán ustedes que en mi ciudad, Cádiz, andamos de fiestas inmersos en nuestros queridos Carnavales (la razón por la que este blog no se actualiza desde hace una semana). Pues bien, ayer por la noche, una vez terminada la tanda de actuaciones a pie de calle y después de una duchita, un refrigerio, y varias tazas de café cargado, decidimos pasar un poco de la movida callejera en la Viña e irnos a la Carpa, así, con mayúsculas. La Carpa es un espacio inmenso, cuasi circense, que ha recorrido a estas alturas la breve geografía de nuestra ciudad, y que este año ha dado en caer en el Paseo de Santa Bárbara, junto al mar (a unos cinco metros de la balustrada, vamos). En ella se dan cita, noche tras noche, todo el pelaje de tipos humanos que tiene nuestra ciudad: gente de a pie, políticos de gañote, coristas, chirigoteros, comparsistas (estos suelen ser los más guapos), ninfas, acompañantes de las ninfas, gerifaltes de nuestro ayuntamiento (depende del día, eso sí), niñatos a granel, niñatas vestidas con restos de tela (si no, es que no se entiende), y demás grey en general. No soy yo de ir mucho a este sitio, bien es verdad, y hacía ya por lo menos cuatro años que no me dejaba caer por allí (en la última ocasión la Carpa estaba en el muelle pesquero, en la otra punta de la urbe), e iba para allá con esa dulce sensación de entumecimiento que te deja en el cuerpo todo un día de callejeo despendolado. Aun así, no estaba preparado para lo que me esperaba.
De momento, el nivel de acceso de la Carpa estaba situado a unos cincuenta metros de lo que era la entrada propiamente dicha. Como si del aeropuerto de Nueva York se tratase, unas filas guiadas por mamparas de seguridad conducían al rebaño hacia unos seres vestidos de azul con cara de no haber dormido en muchos días, y la misma mala leche. Sí, lo han adivinado: eran los seguratas, esa raza superior. Los tíos para mi asombro, cacheaban al personal. ¿Lo entienden? Así, por la cara, te cacheaban en plan película sita en Los Angeles. Si yo hubiera sido una niñata despendolada, pues igual hubiera pensado que trataban de ligar morcilla, por qué no, pero con este cuerpo que dios y los bocatas de chorizo me han dado, lo consideré una ofensa personal. Iba con mi hermano, del cual ya he hablado por aquí, el que se dedica a la cosa de los tribunales. Éste inmediatamente, soltó por lo bajo: “A mí me van a cachear la punta de la p…” Y, en efecto, en llegando a la altura de los individuos, el Largo (mi hermano) va y les suelta:”¿Con qué derecho y en base a qué ley va usted a tocarme?” El tipo lo mira de arriba abajo (tarda un rato: mide más de dos metros) y decide con buen criterio que no, que no va a tocarle un pelo. El Largo pasó, claro, y después nos tocaba a mi mujer y a mí, que íbamos vestidos de CSI: Cadi, muy propios con nuestros maletines y nuestros cachivaches de recoger pruebas. Mi mujer, que es menos borde que yo, les dice amablemente que no tiene problemas en enseñarle el contenido de los susodichos maletines. Los abre, les enseña las pamplinas, y… Joder, los tíos van y nos confiscan un aerosol de esos de limpiar cristales (lleno de agua coloreada con tinta) que daba el pego de eso que echan los del CSI para comprobar si hay sangre o lo que sea. ¿Por qué? No lo sé. Lo cierto es que, ante la atenta mirada del Largo, los seguratas no se atreven a tener contacto físico, y nos dejan pasar tras mirarnos y remirarnos por delante y por detrás.
Mientras recorríamos los cincuenta metros que nos separaban de la Carpa, íbamos descojonados, la verdad. ¿Por qué? Fíjense. Se supone que los chavales que cacheaban estaban allí para evitar que la gente accediera con alcohol de fuera (digo yo) o con armas u objetos que pudieran poner en peligro la integridad física de los asistentes. Hasta ahí todos de acuerdo. El pequeño matiz era que mi mujer llevaba en el cinto una perfecta imitación en peso y tamaño de una Walter PPK, que yo portaba en el bolsillo interior de la chaqueta una petaca llena de güisky JB de quince años, y que colgando del cinturón llevaba una navaja multiuso que para sí la hubiera querido McGyver. Pues vaya seguridad oiga. Recuerdo haberle dicho a mi pareja que tenía que llamar a Rafa Marín para contárselo, porque era una prueba fehaciente de que en un Carnaval puede cometerse un crimen público con total impunidad. Si me estas leyendo, Rafa, ya sabes a qué me refiero.
Entramos en la Carpa, y fue en ese momento cuando llegó el momento psicotrópico al que aludía al comienzo de esta entrada. El espacio era enorme (tanto, que incluso tuve un breve y fugaz ataque de agorafobia), y, al fondo, estaba LA ORQUESTA. Guau. Tres chicas entradas en carnes vistiendo biquinis que podrían estarles bastante ajustados a un grupo de niñas de seis años, y dos tipos embutidos en trajes blancos inmaculados dando botes por el escenario al ritmo de las melodías más infectas: desde el toro enamorado de la luna hasta Jalisco no te rajes, pasando por toda una colección de rancheras y salsas varias… Las caras de la gente, se los juro, era la típica de “lo estoy viendo a diez metros pero no me lo creo”. Fue como volver a otro tiempo, a otra época, a otro lugar… Fue como vivir en un segundo toda esa España de charanga y pandereta que tanto tiempo nos ha costado borrar de nuestras vidas.
¿Que qué hice? Yo me tomé un cubata de ron y, sintiendo que mis neuronas comenzaban a derretirse, salí de allí pitando una media hora después. Al salir, pudimos comprobar con asombro que la cola de entrada era INMENSA. Sonreí para mis adentros, sabiendo perfectamente la que podría liarse allí dentro en cuestión de un par de horas.
Y, según me han dicho esta mañana, así fue.