Bueno, se acabó el trabajo: volvemos a la rutina bitacoril, espero que por muchos meses sin interrupción. Y, lo extraño, es que he terminado las tareas académicas sumergido de pleno en uno de los peores infiernos que recuerdo: la motorada que se ha celebrado durante el fin de semana aquí en La Frontera.
Sé que de nada valen mis opiniones, ni las de otros muchos seres humanos que sufrimos esta invasión de bárbaros motorizados con la aquiescencia de los poderes en el gobierno (municipal), pero todos tenemos el derecho al pataleo, sobre todo en el seno de nuestra supuesta democracia. El poder del pueblo está últimamente tan diluido que, la verdad, uno duda de que todavía exista ese término, al menos bajo el mismo significado (y significante) al que estamos acostumbrados.
Lo digo porque, niñatos aparte, no conozco a mucha gente aquí en La Frontera a los que el tema este de las motos y los ruidos y la suciedad y la precariedad viaria y la chulería envuelta en cuero y la barbarie y las noches sin dormir y el miedo a pasar un semáforo con tus hijos de la mano y tantas otras cosas les guste demasiado. Parece que a los gobernantes de este pueblo (hay veces en las que es difícil pensar en ella como ciudad) les importa más el dinero (¿?) que supuestamente dejan aquí los moteros que la seguridad ciudadana o la tranquilidad vecinal. Yo comprendo desde un punto de vista intelectual que la urbe no le puede hacer ascos a las divisas que se le inyectan en estos días, pero paréceme a mí que todo ha de tener un límite. Una cosa es organizar la fiesta internacional de las motos y otra muy distinta es hacerla en el mismo corazón de la ciudad, cortando las vías principales de tráfico y, encima, auspiciando los comportamientos más cenutrios con una media sonrisa y un mirar para otro lado.
La Frontera es una ciudad grande, bastante más que sus vecinas, por eso precisamente es difícil de entender que, con todo el espacio libre que posee, tengan que organizar esta barbarie sobre ruedas justo en el centro del municipio, dando carta blanca a cualquier gilipollas (que de todo hay) que venga ronroneando desde la quinta puñeta con el único afán de quemar ruedas y de impedir que los trabajadores disfruten de su merecido descanso.
Esto mismo se lo comenté a uno de ellos. Su (despectiva) respuesta fue que si no me gustaba la fiesta pues que me largara a otro sitio, que durante este fin de semana La Frontera les pertenecía... Democracia, ya les digo: yo soy el que paga los impuestos, yo soy el que malvive aquí, yo soy el supuesto ciudadano. Pero resulta que no tengo derechos, que debo agachar la cabeza y dejar que la tribu de bárbaros me invada a hierro y fuego.
Pues que bien.