En el principio de los tiempos a mí no me desagradaba el manga, la verdad. Me parecía curioso, exótico, interesante al menos en su componente cultural. Ahora, con la invasión a la que estamos sometidos, se me presenta como algo cutre y obsoleto que lo único que hace por nosotros es adoctrinar a nuestra juventud en unos referentes culturales que nos son tan lejanos como las costumbres de los J'khiyut, una especie de amebas inteligentes y gaseosas que se desplazan por los cálidos océanos de metano de uno de los planetas mayores de cierto sistema solar periférico de la galaxia Andrómeda.
Manga, en japonés, es (o, al menos, lo era) un término despectivo entre los círculos artísticos que viene a significar "garabato", o "dibujo hecho a toda prisa". Esta acepción, hay que reconocerlo, está hoy en día muy lejos de la realidad, dada la sofisticación que algunos de estos tebeos y sus contrapartidas televisivas-cinematográficas (animes) están alcanzando. Ahí tenemos a "Akira" (incomprensible pero estéticamente impecable), o "Ghost in the Shell" (estandarte del mejor cyberpunk nipón), "El viaje de Chihiro" (ésta es impresionante, la Disney debería destriparla y reaprender a hacer un guión en condiciones), y tantas otras que, por lo menos, proporcionan buenos ratos de diversión. Pero, en mi caso, no los suficientes como para que el conjunto total no me ponga de los nervios.
La verdad es que me hastían sus propuestas estéticas, y sus guiones tan rígidos y cerrados como una subrutina en el listado de un programa informático. La mayoría de ellos aportan bien poco, tanto a nivel de dibujo como de guión, y me da para mí que, en la mayoría de los casos, visto uno vistos todos. Y no es de extrañar: esto es un reflejo del inmovilismo de la cultura japonesa, líder de aquello de "si funciona no lo toques" aplicado al pensamiento cultural. En un lugar como Japón, en el que las series gráficas (y televisivas) manga tienen un ritmo de aparición tan psicótico (tebeos como guías de teléfono que saltan a los kioskos cada semana sin interrupción) es normal que la fuente de ideas se agote, por no mencionar las herramientas de producción, la enorme cantidad de personas que trabajan, como robots en una cadena de montaje, para realizar estos monstruosos cómics de consumo.
Se trata, por supuesto, de una opinión personal e intransferible, pero me parece que el manga tiene una edad determinada. Como el fenómeno es relativamente nuevo, queda por ver si las legiones de adolescentes que se gastan los cuartos en tebeos montados al revés (algo que va en contra de la propia mecánica lectora occidental), en cartas mágicas para jugar que cuestan un riñón (no entiendo la dinámica del juego, pero lo hacen), en figuritas de los Caballeros del Zodiaco o de Sailor Moon o de Sakura... en fin, queda por ver si cuando tengan cuarenta años seguirán atesorando estas baratijas con el mismo ahínco que nosotros atesoramos los Flash Gordon de Raymond o las novelas gráficas de Alan Moore.
Todo esto viene a colación porque hoy empieza en La Frontera el Salón Manga, evento que, reconozcámoslo, cada vez tiene más adeptos. Me tocará llevar a mi hija pequeña, admiradora de los nipones hasta el punto de que está aprendiendo su idioma (no les aconsejo producir una hija sobredotada, es extenuante). Lo haré con resignación, tratando de escapar cuanto antes de las partidas de cartas, de los karaokes infumables, de las muestras de Artes Marciales y de los concursos de a-ver-quién-sabe-más sobre Detective Conan o YuGiOh!. Si al menos hubiera degustación gastronómica, la cosa tendría otro cariz, desde luego.