Como dice mi buen amigo Rafa Marín en Crisei (el enlace lo tienen ahí, a la izquierda) leer debería ser una acción tan cotidiana como ir al aseo, desayunar, o tener una bronca con un compañero de trabajo. Por tanto, estoy de acuerdo con él en que dedicar un Día de esos especiales al libro y a la lectura es una auténtica chorrada, y que sólo sirve para que los libreros y las grandes superficies hagan su particular Abril a costa de los despistados que circulan por los pasillos presa de ese mal del siglo XXI que es el consumismo.
A mí, que no soy más que un simple disparaletras (y ni siquiera de la estirpe de Eld) me preguntan casi todos los días que qué libro les recomendaría para leer. Es una pregunta trampa, por supuesto. Y lo es por la sencilla razón de que la lectura es un acto tan íntimo como el de reproducirse, es como si te preguntaran: “Eh, Juaki, ¿con qué postura crees que debería beneficiarme a mi pareja?” A cada uno le gusta lo que le gusta, y ya somos mayorcitos como para no saber hacia dónde se decantan nuestras preferencias (de este apartado excluyo a niños y adolescentes, a ellos les hago las recomendaciones con mucho gusto).
De todos modos, mi teoría es que nuestra civilización involuciona a pasos agigantados, y que una de las víctimas de esta involución es la lectura. Verán, hace algún tiempo (no mucho), el pueblo llano no tenía capacidad lectora, eran sólo unos cuantos los que sabían hacerlo, los que se encargaban de coger los libros y comunicarles el mensaje al resto de sus congéneres (antes fueron los juglares, pero esa es otra historia). Pasó el tiempo, el analfabetismo parecía que iba desapareciendo, pero entonces llegó la imagen, y con ella los medios de comunicación.
Y la sentencia de muerte para la clase lectora.
Las nuevas generaciones se están criando en un medio absurdo en el que todo se
visualiza conceptualmente, en el que los contenidos de las historias de toda la vida se les presentan como una secuencia de imágenes en movimiento. ¿Para qué leer entonces? Lo importante es la historia, lo que te cuentan, no el cómo. Mis compañeros docentes sabrán de primera mano que los alumnos de hoy te dicen una y otra vez que para qué se van a leer el libro cuando pueden ver la película, sin saber que la susodicha es normalmente un pastiche de ideas aleatorias puestas en orden por un guionista aburrido que sólo piensa en la cantidad de ceros que tendrá su cheque al final de la vaina.
Hemos perdido, señores, es hora de reconocerlo. Los lectores y escritores acabaremos en ghettos, como ya predijo Bradbury en
Fahrenheit 451, adalides de una causa perdida, pero no por ello menos honrosa. Personalmente, me siento bien siendo un lector compulsivo, viendo cómo mi espíritu crítico crece día tras días, observando que a mí no me comen la cabeza como al resto de mis congéneres.
Pero yo siempre he sido un idealista. Ustedes me comprenden.