
Ya está aquí, ya llegó: la caló se ha adueñado de nuestras vidas. Ya sé que, a lo mejor, en las costas o en el norte (o en otros países de allende los mares) no es lo mismo que aquí, pero créanme si les digo que llevamos una mañana en la que el simple esfuerzo de respirar con normalidad es una empresa titánica, propia de los tipos esos que habitan el Olimpo, pero no de nosotros, los pobres humanos.
Ahora mismo el termómetro está rondando los 35ºC aquí en La Frontera, y la cosa parece que va en aumento. Ante mis ojos tengo a un grupo de alumnos de 2º de ESO que, como pueden, intentan hacer el examen final de mi asignatura (el primero de ellos: yo no me quedo tranquilo sin hacerles al menos tres, más el oral). Todo el aula es un concierto de resoplidos y aleteo de abánicos improvisados, y las gotas de sudor corretean por sus rostros plagados de granos. Las ventanas están abiertas, las puertas de la clase están abiertas (con el consiguiente murmullo y ronroneo del resto de los grupos con los que compartimos el pasillo), pero no corre ni una sola gota de aire. Para colmo, hay veinte ordenadores encendidos (donde tienen que hacer parte de la prueba) que añaden unos cuantos grados más al plutónico ambiente. ¿Son estas las condiciones perfectas para hacer un control?
No, les aseguro que no.
Hace años que todos los que nos movemos por esta zona (y no es la peor de Andalucía en cuestiones de calor extremo: pregunten por Córdoba, Sevilla, y aledaños) sabemos que el curso acaba en cuantro llega la primera ola de calor, por la sencilla razón de que, de verdad, es humanamente imposible dar o recibir clases en estas condiciones. Hace un par de años, y no exagero en absoluto, veía cómo las niñas más pequeñas sufrían lipotimias a primera hora de la mañana porque dentro del aula había temperaturas cercanas a los cuarenta y tantos grados debido a los materiales con los que los hábiles ingenieros contruyeron el edificio. Nuestros centros no están preparados para soportar este clima hostil, y el cuerpo y la mente humana, ya saben, empiezan a fallar cuando están sometidos a depende qué estímulos.
A veces pienso para mí que, en lugar de tanto ordenador y tanto programa bilíngüe, la administración andaluza haría bien en gastarse los cuartos en reconstruir los centros y dotarlos de climatizadores, de preocuparse por que estos santos lugares de trabajo fuesen cómodos y acogedores, y no antiguos diseños más propios de la Polonia comunista o de regímenes menos afortunados.
Mìrenlos, ahí están mis alumnos, hechos unos campeones, en una trinchera al sur del sur, luchando contra calores y frío con tal de obtener un título. Y lo hacen, la gran mayoría sin quejarse.