Antes, la gente estudiaba. Una gran parte de la población no aprendía, pero, al menos, memorizaba. Todos los de mi generación (años arriba, años abajo) tenemos cientos, miles de datos y procesos incrustados en las neuronas. Algunos nos sirven a diario, otros muy de cuando en cuando, algunos sólo una vez en la vida... el resto aguarda agazapado a que llegue el momento de tirarnos un pegote o participar en un concurso de televisión, que todo puede pasar en este valle de lágrimas.
Quiero decir con esto que, por lo menos, el nivel medio de cultura general era aceptable. Cierto que existía un alto grado de anafabetización, no vamos a negarlo a estas alturas, pero éste era debido a las consecuencias imparables de esa gran vergüenza que fue la Guerra Civil (hablamos sólo del siglo pasado, no ahondemos en la historia lejana); aunque incluso esos “analfabetos” demostraban tener capacidades muy superiores a las de aquellos que nos encontramos hoy en día por las aceras de nuestras ciudades. Tenían cantidades ingentes de eso que no se puede enseñar ni aprender: el sentido común.
El menos común de los sentidos nos salva de hacer el ridículo en determinadas ocasiones, evita que nos dejemos engañar por los listillos de la sociedad (léase timadores y resto de fauna de su calaña, desde bancos a raterillos de medio pelo), nos aconseja en situaciones difíciles y, como mínimo, nos salva de caer en la tentación de quedar como animales de bellota en según qué casos. Una herramienta válida para ser usada por cualquiera en cualquier situación, sin clasificar en clases sociales o alturas demográficas.
Acabo de darles las notas finales a mis alumnos, de comunicarles cuántas asignaturas han suspendido para que puedan prepararse con tiempo para la prueba extraordinaria (lo que antes llamábamos “exámenes de Septiembre”, sólo que ahora son en Junio un día después de dar las calificaciones, cosas de la LOGSE y del plan para evitar el fracaso escolar). Ha sido un espectáculo digno de verse. Los que han aprobado todo han sido abucheados por el resto de sus compañeros, los que han suspendido se han vanagloriado del número de suspensos, como si ser más burro les diera más notoriedad social (que así es, en efecto), y los que no han aprobado ni una han pasado a ser poco más o menos que los reyes de la clase. Incomprensible, kafkiano, demencial, orwelliano, apliquen el epíteto que más les plazca. Yo, en estos momentos, sólo pienso en esa manida frase de los sesenta: que se pare el mundo que me bajo.
Perdonen el exabrupto.