Vale, bien, todos los años lo mismo, pero es que es la verdad: cada vez odio más las navidades y todo lo que conllevan. No es sólo ya porque los continuos asaltos a las tarjetas de crédito las dejen tirititando, no es porque uno vea los anuncios y los caretos de los actores y le entren siete cosas en el estómago por la dosis de hipocresía innecesaria, no es porque uno contemple con estupor que se usan las imágenes de los más desfavorecidos para apelar al bolsillo de aquellos que están entrampados hasta las cejas... no, la cosa es aún más grave.
Odio la navidad porque me la han robado.
Uno ya tiene la suficiente edad como para tener nostalgia de tiempos que (subjetivamente) cree mejores. Y es sorprendente llegar a la conclusión de que antes, cuando me vestía de ropas heredadas de familiares mayores, cuando la imagen del jamón, del queso, de las gambas, no eran más que leyendas urbanas, cuando el único calor venía de los rostros alegres de tus sufridos padres, cuando el juguete más sofisticado era la escopetas de tapones o el balón de fútbol... bueno, antes, antes era uno mucho más feliz, con las películas de Bing Crosby en blanco y negro y la ilusión de que, si había sido bueno, los tipos esos de los camellos entrarían por la ventana del salón y te dejarían algún regalo, por humilde que fuera, con tal de que en tu rostro se dibujara una sonrisa.
Ahora no, ¿verdad?
Ahora simplemente te obligan a consumir, desde mediados de Noviembre, cada vez antes, con el resultado de que, llegados a estas fechas, la ilusión de muchos (entre ellos, que Crom nos perdone, los niños) ya se ha diluido entre los pasillos atestados de los centros comerciales, entre las peleas consumistas por un quítame allá ese juguete de moda o ese MP4 tan chulo que las manos de las niñas chinas explotadas han montado igual que un moderno puzzle del siglo XXI. Llega la Nochebuena, o la Navidad, o el Año Nuevo y a uno le embarga la impresión de que no está haciendo más que visionar la misma vieja y descascarillada película que se sabe prácticamente de memoria, que los modos y las maneras, las formas y los olores, están ya tan rancios a fuerza de la presión mediática que han perdido todo su sabor.
Sí, odio mucho las navidades, estas navidades de cartón piedra que el metacapitalismo nos regala. Y las odio, ya les digo, porque sé que alguien o algo, por el camino de la vida, me las ha arrebatado, y que ya ni siquiera puedo ofrecérselas a mis hijos o a los jóvenes que tengo a mi alrededor.
Aún así, lo cortés no quita lo valiente: Pasen ustedes una muy Feliz Navidad y un próspero Trofeo Carranza. Que no se diga.